Por Emilio Moscoso
La primera vez que escuché a Haken fue en el 2013. Venía de largos años de dosis interminables de Dream Theater, y otras cuantas bandas que intentaban sonar igual a los neoyorquinos. Fue en ese año que me fijé en que Mike Portnoy vestía muy seguido poleras de Haken y, para mi sorpresa, tanto él como otros grandes músicos se deshacían en halagos para esta banda, lo cual llevó a que mi curiosidad (bendita curiosidad) de desbordarse. Entonces dije: “Ok, veamos que tal”.
Año 2013. Comienzan a llegar a mis oídos los primeros acordes de “The Path”, tema que da inicio a la aventura que sería el álbum The Mountain. Las expectativas inmediatamente son altas: pasamos de la paz del piano –y una melodía vocal armónicamente perfecta– a una segunda canción rápida, la cual está llena de métricas irregulares; ante esto pensé “¡es progresivo después de todo!”. Luego escuché un coro épico, un puente funk con sintetizadores que te transportan a los 70’s y de pronto, sin darme cuenta, entre secciones, progresiones y canciones, iba cayendo rendido a los pies de esta banda, hasta el momento desconocida para mi. No había vuelta atrás.
¿Qué es lo que me cautivó de Haken? El coraje, la valentía de exponer ideas musicales atípicas en un estilo musical que, a veces, suele ser poco tolerante con sonoridades que escapan a las raíces. Hay osadía en las composiciones, y es que no hay reparo en invadir nuestros oídos con los instrumentales más descabellados, rápidos y técnicos de los últimos años y, al minuto siguiente, dar vuelta el mundo con un piano que llene la atmósfera, una orquestación épica o un riff cargado de metal, o djent que te haga sacudir la cabeza hasta necesitar un cuello ortopédico.
Esto es Haken: es todo lo que uno pide de una banda de rock progresivo pero con creces, una banda que te da gratas sorpresas, que siempre está ofreciendo algo inesperado y fresco. La mezcla perfecta entre la técnica depurada, la búsqueda constante de lo melódico, la demencia y la cordura. La tormenta y la calma.